VERANO DEL 74 (3), ¡ES LA GUERRA!
Cuando se cerraron las puertas de la cabina, comprobamos con sorpresa que en el inmenso avión no llegábamos a 10 pasajeros. Había más tripulación que viajeros, a pesar del precio de los billetes. Mientras sobrevolábamos el mar con toda normalidad, durante un rato nos estuvieron acompañando a cierta distancia dos aviones caza, sin saber de qué país eran y cuál era su misión.
Durante el aterrizaje y al bajar a tierra por las escalerillas, la siguiente sorpresa fue que había vehículos militares con cañones y ametralladoras estacionados en diversos lugares del aeropuerto. Como Turquía entonces era una dictadura, (como casi siempre), no le dimos mucha más importancia.
Fuimos en taxi al hostal, que estaba en pleno centro de Estambul y muy cerca de la Torre Gálata. Nueva sorpresa, estaba ya anocheciendo y todos los coches y autobuses circulaban con una especie de papel transparente de color en los faros delanteros y traseros. Ya en la habitación del hostal, nos explicaron, además de que el baño había que compartirlo con el resto de la planta, enseñándonos a estos efectos una especie de chanclas que podíamos utilizar, que no nos asomáramos a la ventana y ni siquiera acercarnos a ella. Lo hicimos, descubriendo estupefactos que nuestra ventana y todas las ventanas de la calle estaban filtradas por papeles de colores. La combinación de los coches y las ventanas daban un aspecto entre misterioso, navideño y lúgubre a la ciudad. Pensamos ¡que raras costumbres tienen estos turcos!
El primer día en Estambul fue delicioso. Tras cruzar el puente Gálata, lleno de gente y donde mas de un joven le intentó tocar el culo a Elena (lo que se repitió las muchas veces que lo atravesamos), fuimos a Santa Sofía. Poco original se puede escribir de esta soberbia iglesia y luego mezquita. A pesar de lo conocida en fotos y películas resultaba impresionante recorrerla. La segunda visita fue al Palacio Topkapi y aunque había visitantes al igual que en Santa Sofía, resultaba sorprendente que estando en plena época veraniega en una ciudad y lugares tan emblemáticos, hubiera poquísimo turismo.
Al atardecer fuimos a cenar al restaurante de la Torre Gálata. No sé cuanto puede costar ahora ni si será difícil conseguir una mesa. A nosotros nos resultó fácil y barato. Merecía tanto la pena ver la puesta de sol sobre el “Cuerno de oro”, los minaretes y la ciudad de Estambul, que volvimos casi todas las noches a cenar allí.
El segundo día era inevitable ir al Gran Bazar, que recorrimos tranquilamente y ya con la experiencia del zoco de Marrakech, sabíamos que teníamos que rehusar las frecuentes invitaciones a tomar un té, que terminaban en la insistencia para vendernos algo. Aun y así compramos sortijas, pulseras, collares y alguna cosa más. Lo raro es que ni nos perdimos ni nos cansamos, ni nos robaron, ni sentimos inseguridad, a pesar de las leyendas urbanas que circulaban sobre el mismo.
Después fuimos a la Mezquita azul. Si Santa Sofia nos había deslumbrado, creo que la Mezquita de Suleyman nos fascinó aún más, con su sencilla magnificencia y sus espectaculares dimensiones. A la salida, cuando andábamos por la explanada, con un sol todavía intenso, escuchamos, por primera vez en todo el viaje, a una joven pareja hablando español. Les saludamos y nos pusimos a hablar. Enseguida surgió el tema de la rara costumbre de los turcos y sus filtros de ventanas y faros. Nos dijeron es que “estamos en plena guerra”. Grecia había invadido Chipre y Turquía había respondido con la movilización y declaración de guerra. Temían bombardeos y de ahí esa especie de rudimentario camuflaje.
Todo encajó, el precio de los billetes, el avión vacío, los cazas acompañantes, los cañones en el aeropuerto y el filtro de las luces. Nosotros llevábamos mas de 15 días sin leer un periódico ni oír las noticias. Lo siguiente que nos dijeron es que estaban interrumpidas todas las comunicaciones por tierra, mar y aire entre Turquía y Grecia; ellos mismos no sabían como iban a regresar. Ante nuestra desolación nos recomendaron acudir a la embajada española, a ver que solución nos podían dar. Al despedirnos, nos dieron una “buena noticia”, Franco estaba grave, había sido hospitalizado y Juan Carlos había asumido temporalmente la Jefatura del Estado.
Al día siguiente nos presentamos en la embajada de España. Nos confirmaron el bloqueo de comunicaciones y el cierre al tráfico aéreo del aeropuerto. Lógicamente no sabían cuánto iba a durar esta situación. Muy amablemente nos pidieron que volviéramos otro día para tenernos informados y mientras que disfrutáramos de Estambul.
Aunque el dinero iba disminuyendo rápidamente, decidimos hacerles caso, después de mandar una carta urgente a mis padres para que nos hicieran una transferencia a la lista de Correos de Atenas.
En el muelle de Gálata cogimos un barco para recorrer el estrecho del Bósforo hasta el Mar Negro. Un viaje precioso viendo los palacios, las residencias nobiliarias, las fortalezas, que salpicaban las dos orillas.
Volvimos a la embajada y nos contaron que en dos días iba a salir un autobús con griegos residentes en Turquía que huían a su país y que podían incluirnos en el lote. Ya sabían de donde salía y a qué hora. La propia embajada se brindaba a gestionarnos la reserva. Sería un viaje pesado de casi 1.100 kilometros, pero no había otra opción.
Muy contentos decidimos hacer otro crucero, en este caso a las islas “Príncipe” (“Adalar” en turco), de las que antes nunca habíamos oído hablar. Están en pleno mar de Mármara, pero no muy lejos de Estambul. Desembarcamos en la mas importante, donde durante el siglo XIX y primeras décadas del XX iba la nobleza otomana de vacaciones. Un lugar lleno de árboles y jardines, con unas casas y palacetes todos de madera, a cual más bonito y bien conservados, con playas y calas preciosas.
Estuvimos allí todo el día paseando. Comimos en un chiringuito en la playa, y como ya era habitual en nuestras comidas y cenas en Grecia y Turquía, pedimos que nos dejaran pasar a la cocina para elegir el menú, dado que las cartas eran ininteligibles para nosotros. Aunque también había restaurantes en los que a la entrada tenían expuestos los principales platos.
El ultimo día en Estambul lo aprovechamos para pasear y pasear.
Madrugamos, cogimos un taxi y nos fuimos al punto de salida del autobús. Llegamos con antelación, pero al bajar del taxi vimos que solo estaban dos personas que decían adiós a un autobús que se alejaba. Nos imaginamos que aquel era nuestro autobús. Menos mal que el taxi aún no se había ido y como en las películas policíacas, le dijimos al conductor que siguiera al autobús para intentar alcanzarlo. El taxista lo persiguió, pero el autobús, aunque no desaparecía tampoco se reducía la distancia. Ya en las afueras de Estambul consiguió adelantarlo y que parase. Lo cierto es que ni el conductor del autobús ni el cobrador hicieron ademán de disculparse por la faena, nos señalaron nuestro asiento y pagamos al taxista, preocupados por el poco dinero que nos quedaba.
En el viaje incómodo y largo, con diversos controles por el camino, vimos a veces tanques que se movían en medio de los sembrados de forma torpe e irregular, parecía una guerra de mentirijillas. Por fin llegamos a la frontera con Grecia, llena de militares en uno y otro lado. Nos hicieron bajar a todos, sacar todo el equipaje y abrirlos en medio del campo, para ir revisando minuciosamente las maletas, mochilas y bolsas, una por una. Y a la entrada en Grecia la misma operación. Ya no recuerdo el tiempo que estuvimos, pero mucho.
Ya en la carretera hacia Tesalónica, el revisor nos soltó una larga parrafada, de la que no entendimos nada, pero que dejó perplejos a nuestros acompañantes griegos. Ya de noche al llegar a Tesalónica, justo en la mitad del trayecto y todavía a mas de 500 kms. de Atenas, pudimos entender que no íbamos a continuar hasta nuestro destino final, sino que nos quedábamos a dormir y a cenar en esta ciudad, en un hotel viejo y destartalado. Elena y yo nos quedamos de piedra, apenas teníamos dinero y no podíamos ni pagar la cena ni la habitación. Nos tranquilizaron, el gasto extra corría a cuenta de los organizadores del viaje.
La cena fueron bocadillos de embutidos, que en todo caso agradecimos mucho porque teníamos un hambre horrorosa, después de más de 15 horas sin comer.
Mientras nosotros huíamos de Estambul, habían pasado más cosas a nuestro alrededor, pero no nos enteraríamos hasta nuestra llegada a Atenas.