VERANO DEL 74 (2), ¡QUE BELLEZA Y QUE CALOR!
Kalamata fue el segundo pueblo del Peloponeso que visitamos, en un entorno casi tan bonito como Pilos.
Fue allí cuando descubrimos el calor, calor, de Grecia. El cuarto de ducha, común para todo hostal donde nos quedábamos, disponía de una especie de grifo que salía del techo y lo peor es que yo no cabía de pie, tenía que ducharme torcido. Las playas eran preciosas, aunque en la que estuvimos era de pequeñas piedras. Estábamos solos en esa playa. El agua transparente nos dejaba ver el fondo lleno de erizos. No podías pisar el suelo, había que entrar nadando y salir nadando, aun y así Elena se pinchó con un uno y tuvo que sacar las púas pacientemente.
El viaje de Kalamata a Esparta en un viejo autobús recorría el monte Taigeto, donde los duros espartanos arrojaban a los bebés que a su juicio no reunían condiciones para ser unos aguerridos combatientes en el futuro. El paisaje de alta montaña mediterránea era magnífico y nos pusimos a hacer alguna foto desde la ventanilla. El conductor se dio cuenta y en un lugar con grandes vistas, tras anunciárselo a los pasajeros, paró el autobús, y nos invitó a bajar a hacer fotos cómoda y tranquilamente. Un gesto inolvidable, como otros, de una gente amable y simpática que en el Peloponeso apenas conocían el turismo.
Esparta no tenía nada que ver con su legendario pasado. Cenando en un bar en la calle, se nos acercó un hombre mayor y empezó a hablarnos en italiano. Creía que nosotros éramos italianos. Y allí un griego y dos españoles nos entendimos conversando en italiano, con un profesor que conocía y admiraba a Federico García Lorca. Cuando supo que habíamos ido a Esparta para visitar Mystras, nos dio un valiosísimo consejo: que subiéramos a las 6 o 7 de la mañana.
Afortunadamente le hicimos caso. En una de las laderas del Taigeto, todo en cuesta, está una ciudad de la última época del imperio bizantino. Numerosas casas, iglesias, monasterios, palacios, fortaleza y murallas, una parte bastante en ruinas y otra muy bien conservada. Era un lugar de una gran belleza y supongo que una noche de luna llena sería algo mágico. Al cabo de unas horas de triscar como cabras por los caminos silvestres de Mystras, y ya con un calor enorme, no pudimos aguantar más y regresamos.
Monemvasia fue otro de los grandes descubrimientos del Peloponeso. Hay que tener en cuenta que en 1974 el conocimiento turístico en España de otros países, salvo Italia, Francia, Inglaterra o Alemania, era menos que superficial. En el caso de Grecia, encontrabas referencias de Atenas, Olimpia, algunas islas y poco más. De ahí los continuos y hermosos hallazgos que ibamos haciendo.
Momenvasia tenía un paisaje bellísimo. Pero lo que nos dijeron que más merecía la pena era subir al castillo y la ciudad antigua, situados en la cima de una gran montaña-peñón. De nuevo gran madrugón para evitar el calor. La subida era un más alta y larga que en Mystras, claro que éramos muy jóvenes con apenas 25 años. Mereció la pena.
Las vistas eran formidables y también prácticamente en solitario. Por la altitud y al estar prácticamente rodeada por el mar, soplaba una agradable brisa, que aliviaba el terrible solazo. Si hubiera sido con nuestros actuales smartphones hubiéramos hecho cientos de fotos. Pero llevábamos una pequeña y rudimentaria kodak instamatic con carretes de diapositivas, que eran mucho más baratos. De pronto se me atascó la máquina, ni para atrás ni para adelante. Me entró un ataque de histeria y ante el asombro de Elena tiré la maquina montaña abajo. Elena me hizo entrar en razón y bajé y subí a por ella a través de las rocas.
La máquina no sé si por el golpe o por el susto que se llevó, volvió a funcionar con normalidad. Menos mal.
En Monemvasia nos enteramos de que había un barco directo al puerto de El Pireo en Atenas. Compramos los billetes y nos dijeron que llegaría hacia las 10 de la noche, que aprovecháramos para cenar en un bar del mismo puerto. Fueron los salmonetes más ricos (y más baratos) que he comido en mi vida. Pasaban las horas y allí estábamos sentados en un banco Elena y yo mirando al mar para ver llegar el barco. Las 11, las 12, la 1, las 2… Teníamos ya un gran mosqueo, aunque algo nos tranquilizaba que había alguna gente más esperando como nosotros y el despacho donde nos habían vendido el pasaje seguía abierto.
De pronto escuchamos el ruido de una lancha con motor que se acercaba en la penumbra. La gente se puso de pie y empezó a recoger sus equipajes. No sabíamos qué era aquello ni qué hacer. La barquita se amarró al muelle y los pasajeros empezaron a montarse. Lógicamente cuantos más se montaban más se movía la barca, a pesar de que el mar estaba tranquilo, pero nadie estaba sorprendido ni asustado. Por fin nos tocó bajar, ayudados por los dos tripulantes. El bote rebosaba de gente y de equipajes.
Por fin arrancó y se adentró en el mar. Por un momento pensamos aterrorizados que a lo mejor íbamos así hasta Atenas. Entonces en medio del mar apareció un barco mercante. La subida a bordo en medio de mar abierto y en plena noche fue también de verdadero susto.
Una vez en el barco descubrimos que era un mercante, que tan solo tenía algunos bancos en cubierta para los eventuales pasajeros. Entre unas cosas y otras estábamos machacados e intentamos dormir en el suelo apoyados en nuestras mochilas. La verdad es que las penurias pasadas se nos olvidaron con el amanecer en el mar mientras nos acercábamos al Pireo.
El Pireo no tenía ninguna gracia, tan solo haber servido de inspiración a “Los niños del Pireo”, la hermosa canción que compuso Manos Hatzidakis y cantó Melina Mercuri para la película “Nunca en domingo” de Jules Dassin. En cualquier caso, el alojamiento era mucho más barato que en Atenas. Buscamos un hostal y era tal el calor que hacía dentro y fuera, que decidimos quedarnos el resto del día tumbados en la cama, aun y así sudando como pollos.
Al día siguiente tercer madrugón para subir con algo de brisa a la Acrópolis. Afortunadamente pudimos visitar tranquilamente el Partenón, el Anfiteatro, los templos, sin nada de aglomeración. El resto del día paseamos por Atenas, sumidos en el calor y después de recorrer el barrio de Plaka, cenamos prontito allí mismo en un restaurante típico lleno de flores. Para entonces ya sabíamos disfrutar de la cocina tradicional griega: el musaka de berenjenas, las hojas de parra rellenas de arroz o carne, la sopa de pepino y yogur, los tomates, pimientos y calabacines rellenos y desde luego el pescado… y todo ello acompañado del áspero vino blanco Retsina.
A la mañana siguiente cogimos el ferry a Mykonos. Este sí que era un barco de pasajeros de verdad. Cómodo, limpio, rápido. Pudimos disfrutar del viaje por el mar Egeo, con una brisa que aligeraba los rayos del sol. Pero no todo iba a ser maravilloso.
Al arribar a Mykonos el barco se quedó en medio del mar, antes de entrar en el puerto. Bajaron un bote de los de salvamento y allí nos fueron colocando a los pasajeros que decidimos quedarnos en la isla. Lo mismo que en Momemvasia pero con mucho mas oleaje y el bote aún más lleno.
El susto pasó pronto viendo la preciosidad del puerto, de sus casas blancas y azules. Y como no, disfrutando con los pelicanos que recorrían el muelle jugando tranquilamente con los turistas. No sé cómo será hoy día Mykonos, seguramente algo parecido a Ibiza. En 1974 era un lugar delicioso, relativamente barato, con muy pocos visitantes y con unas playas estupendas y casi vacías. Lo disfrutamos mucho.
Al volver al Pireo, lo primero que hicimos fue ir a una agencia de viajes para ver cómo podíamos viajar a Estambul. Nos quedamos sorprendidos cuando nos ofrecieron un pasaje de avión con la compañía de bandera griega, por el increíble precio equivalente a 5 dólares y en un avión de última generación. Había dos condiciones, no ofrecían billete de vuelta y teníamos que salir pitando al aeropuerto porque el vuelo estaba a punto de salir.
Allí que nos fuimos más contentos que unas pascuas, sin pensar ni por un minuto que aquello debía tener truco.