VERANO DEL 74 (1º), EXCEPTO RUSIA Y PAISES SATELITES
Serían las tres o las cuatro de la madrugada. De pronto la puerta del compartimento se abrió y entraron dos policías. El tren estaba parado en lo que enseguida supimos era frontera entre Austria y Yugoeslavia. Nos pidieron el pasaporte. Lo revisaron minuciosamente, hablaron algo entre ellos y por señas y alguna palabra en inglés nos dijeron que teníamos que bajar del tren. Pensamos que era para realizar algún tramite burocrático. Sin embargo, Elena tuvo el reflejo de coger su mochila, comentando algo así “no nos vayan a robar” y yo hice lo mismo.
La estación estaba prácticamente a oscuras y desierta. Mientras nos dirigíamos hacia la oficina de aduana vimos cómo el tren arrancaba. No salíamos de nuestro asombro. ¡Se iba el tren sin nosotros!. Ya en el despacho los policías, que tenían nuestros pasaportes, nos enseñaron una página de los mismos donde ponía la fatídica frase “válido para todo el mundo, excepto Rusia y países satélites”.
Ese lenguaje en un documento oficial solo se puede entender bien por quienes vivimos la dictadura franquista y su fobia anticomunista. Quiénes eran los países “satélites”, era algo bien arbitrario. Porque en 1974 Yugoeslavia era cualquier cosa menos un satélite de Rusia, cuando su presidente, el Mariscal Tito, había sido durante largos años uno de los enemigos más acérrimos de Stalin y sus herederos. Pero por lo visto los policías fronterizos sí consideraban a Yugoeslavia un satélite de Rusia.
Elena con nuestros billetes les intento explicar en inglés que nuestro destino era Estambul y que no pensábamos bajar en ningún lugar de Yugoeslavia ni en ningún otro sitio, algo por otro parte obvio ya que el tren iba directo a Estambul.
No entraron en razón. Y nos comunicaron que por la mañana teníamos que coger un tren y cruzar de nuevo la frontera hasta la próxima parada en la ciudad austriaca de Villach. Sentados en un banco de la estación, todavía muy de noche, no nos podíamos creer lo que nos estaba pasando. Un viaje de vacaciones de un mes, planeado con detalle e ilusión parecía quedar arruinado nada más empezar.
Habíamos ido en tren desde Madrid a Portbou. Iba repleto, imposible descansar o estar cómodos. Eran muchas horas, prácticamente todo el día. En la frontera transbordamos a un tren francés con destino a Ginebra. Tuvimos la suerte de tener un compartimento vacío y así poder dormir unas horas. Llegamos a Ginebra casi de noche, justo para cenar algo y buscar una pensión.
A media mañana cogimos otro tren hasta Zúrich, era una tarifa barata e iba parando constantemente. Lo peor no fue eso sino el frío que hacía. A principios de agosto Elena y yo íbamos con ropa totalmente veraniega. El revisor nos dio una manta. Por fin llegamos a Zúrich donde cogimos el que creíamos iba a ser el recorrido definitivo hasta Estambul. Iban a ser cerca de 20 horas de viaje, pero de nuevo en un compartimento solos los dos, en un tren que iba prácticamente vacío. Hasta que nos despertaron los dos policías.
Durante las horas pasadas en la estación yugoeslava pensamos en cómo rehacer el viaje, cambiando completamente el itinerario. Primero Grecia y después Estambul y el único camino era a través de Italia.
En la estación austriaca nos informaron amablemente que había un tren que llegaba hasta Brindisi, al sur de Italia y que desde allí podíamos cruzar a Patras en un ferry. Durante casi 20 horas cruzamos Italia de arriba abajo. Para nuestro alivio también conseguimos un compartimento vacío.
En Brindisi hacía muchísimo calor y el recorrido desde la estación de tren al puerto, con las mochilas y después de casi tres días de tren, fue una cruz.
Ni Elena ni yo habíamos hecho nunca un viaje tan largo en barco. Unas 15 horas. En cubierta, claro, pero no nos mareamos y disfrutamos de la travesía.
No tengo ya muchos recuerdos de Patras, tan solo que desde lo alto del castillo había unas vistas preciosas de la ciudad, del mar, de la costa del golfo de Corinto.
Ya más tranquilos, decidimos el recorrido por la península del Peloponeso, comenzando con un nuevo viaje en tren hasta la ciudad de Pilos. Tardamos bastantes horas en un lento y antiguo tren, pero no nos importó, era una bonita forma de conocer la costa oeste del Peloponeso. (Por cierto, hoy ya no existe esta línea ferrea).
Pilos, un pueblo marinero relativamente pequeño en el golfo de Navarino, era una maravilla (creo que lo sigue siendo, al menos las imágenes que hay en internet así lo muestran). Casas bajitas, de puro sabor mediterráneo, unas playas preciosas, un agua azul turquesa, barcas de pescadores…
Recorriendo Pilos y bañándonos en su playa, se nos olvidaron las complicaciones del viaje y empezamos a disfrutar de verdad de las vacaciones en Grecia. (Aunque la expulsión de Yugoeslavia fue el primer, pero no el último ni el peor de los sobresaltos de aquel viaje).